martes, 22 de febrero de 2011

Viaje a Sudán o cómo entender un lenguaje sin palabras

Introducción de Ricardo: Roberto Herrscher a quién conozco a través de sus padres que son amigos nuestros, es Director del Master en Periodismo Organizado por la Universidad de Barcelona y la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia de Nueva York.
El que sigue es un relato, o más bien una aventura en Sudán y que envió a El Mordaz


Texto y fotos: Roberto Herrscher

Al mediodía del viernes 1 de octubre de 2010, mientras la plana mayor del flamante diario Al Jareeda come una ensalada de tomates, pepinos, queso, yogurt y unas guindillas picantísimas tomando porciones con trozos de pan y con la mano desde una ensaladera de plástico, la responsable de investigación del diario se me acerca con una pregunta.
La chica apenas sabe unas palabras en inglés, así que viene con un compañero, que nos traducirá. Ambos visten ropas tradicionales sudanesas, ella un manto colorido que le cubre de la cabeza a los pies, él con una jilaba color crema de los hombros hasta los tobillos y un gorro cilíndrico en la cabeza. Cómo hacer periodismo de investigación en un país como Sudán es lo que quiere saber la reportera. Pero antes tiene una explicación que darme: en su país hay tres temas prohibidos: el sexo, la religión y el gobierno.
La luz diáfana de la tarde y el calor de las calles de tierra entran a raudales por la ventana del quinto piso de un edificio céntrico que en España se consideraría a medio construir. Me tomo unos segundos para pensar la respuesta. ¿Qué le puedo decir? Al final, intento recomendarle que se cuide, que se adentre poco a poco en nuevos asuntos y nuevas fuentes, que cuente historias de gente común, de víctimas y testigos en vez de referirse directamente a los poderes políticos y religiosos. Pero mientras hablo siento que, entre las dificultades del idioma, las diferencias culturales y lo mucho que yo debo entender para captar su pregunta, no puedo serle de mucha ayuda.
Es mi primera semana en África, y creo que estoy aprendiendo mucho más de ellos que lo que puedo enseñarles.
Lo primero que aprendí fue lo duro y complicado que es sacar un diario nuevo en un lugar como Sudán. Y lo valiente y sagaz que hay que ser para llegar cada día a la playa de las 16 páginas listas para imprimir.
Todo empezó hace casi tres años. Awad Mohamed Awad-Youssif me llamó por teléfono a principios del 2008. Tuve que salir de mi oficina en IL3 y caminar por el pasillo para que la conexión funcionara, para entender de dónde era que me estaba llamando. ¿De Sudán? ¿Que era un ingeniero y empresario sudanés de 45 años? ¿Y que quería venir a hacer el Master en Barcelona para cumplir su sueño de fundar un diario independiente?
Sí, lo había entendido bien. Awad se proponía pasar un año aquí, aprender a escribir noticias, entrevistar, sacar fotos periodísticas, diseñar prensa, hacer una página web, escribir y locutor en radio, hacer reportajes y documentales en televisión. Perderse un año de vida familiar y del crecimiento de sus hijos, que hoy tienen 15 y 8, y tener que dirigir a distancia sus negocios, mientras compartía aula y afanes con chicos españoles, europeos y latinoamericanos de 23 o 26 años. Y llevarse lo aprendido para abrir un diario nuevo en un país violento y con control de prensa.
Un año tardó Awad en poner a punto su proyecto y estar listo para fundar el diario. Hasta con el nombre hubo lucha: sus dos primeras opciones eran viejos diarios ya difuntos, pero cuyos nombres figuraban en los registros. Al final se decidió por Al Jareeda, que quiere decir ‘El Periódico’.
Tuvo que someter al director y la veintena de periodistas que quería contratar a la censura oficial. Tuvo que ocuparse de la conformación del grupo, de la línea editorial, de lo necesario para ser visto como independiente y moderno pero sin que lo cierre la férrea censura del país. Como quien quiere ver la copa siempre medio llena, Awad me comenta en una de nuestras largas charlas sudanesas que en su país al menos se puede hacer periodismo independiente, aunque controlado.
Reporteros sin Fronteras coloca a Sudán en el puesto 148 entre los 175 países que evalúa en su índice de libertad de prensa, y el fiscal del tribunal penal internacional de La Haya ha pedido el procesamiento del presidente Omar Hasan al-Bashir por crímenes contra la humanidad, por las matanzas en Darfur. Sin embargo, pude ver que al menos en la redacción de Al Jareeda, hay jóvenes periodistas que no tienen la cabeza anestesiada por la autocensura. Saben cuáles son los límites externos, y procuran poco a poco y con cuidado, empujarlos un poco y ganarse la atención de un público ávido de novedades, de información confiable y de sensatez.
A finales de septiembre de 2010 finalmente Awad sacó a la calle su Al Jareeda. Pero unos días antes vino a Barcelona y me hizo una invitación que no pude rechazar: que viajara a Jartum para conocer algo de su país, de su proyecto, para apoyarlo y alentarlo en ese primer mes.
Cuando aterrizo en Jartum el diario ya lleva nueve días en la calle, pero hay muchas tuercas que ajustar. Durante estos días Awad trabaja hasta medianoche los siete días de la semana, vigilando hasta la última página, la maquetación, las fotos, los títulos, y después lleva a su casa en los suburbios, cruzando el Nilo, al impagable director de su rotativo, el respetado poeta y veterano de seis diarios Saad Al-Din Ibrahim.
Con el señor Al-Din nos comunicamos casi por señas. Awad me va traduciendo algunas de las cosas que dice, pero la impresión es fundamentalmente visual: ver a un sabio sudanés, un heredero de la larga tradición árabe de cuidado y mimo por la palabra, debatir cada texto, cada título, cada pie de foto con los jóvenes reporteros, sin perder la sonrisa a medida que las ojeras va dibujándosele en la cara redonda y aceitunada.
Así termina casi cada día en mi semana en Sudán: yo recostado en el asiento de atrás en el modesto coche de Awad, escuchando la música de estos dos hombres encendidos mientras discuten la marcha del diario, los errores del día, los planes del día siguiente, el desempeño de cada uno de los periodistas. Y de vuelta al centro de la ciudad, los planes y las ideas de mi amigo sudanés. Habla, discute conmigo y consigo mismo, se rasca la cabeza. En estos días Awad habría perdido la mitad de su pelo si no fuera ya calvo. Sus ojos se hunden cada día más tras esa nariz prominente, perfecta para el olfato periodístico. Pero no deja nunca de hablar por el móvil, de gesticular, de pensar, de soñar.
El té de Zenab
Durante mi primer día en la redacción me acerco a la columnista Amal Habani, una mujer de mirada vivaz que no para de mover la cabeza debajo de su pañuelo colorido. Amal había hecho una gira por las redacciones de los principales diarios norteamericanos, invitada por la embajada de Estados Unidos, y tiene un muy buen nivel de inglés. Tiene también muchas preguntas, muchas ganas de conocer otras formas de vivir y de pensar.
 “¿Qué estás escribiendo?, ¿de qué es la columna de mañana?”, le pregunto.  Me dice que el gobierno municipal ha emprendido una campaña contra las señoras que venden té y café en las esquinas. Es un paisaje típico de Jartum: sentadas sobre taburetes de madera, de plástico o sobre ladrillos, estas vendedoras de la calle despliegan sobre una mesita inestable vasos, cucharas y frascos con especies, y en una hornalla calientan las infusiones. A su alrededor se sientan los paseantes, que combaten el calor del mediodía con estas bebidas calientes. “Tienen familia, son el sostén de sus hijos, que gracias a ellas pueden estudiar”, me dice Amal.
Acto seguido me lleva a la ventana. Al abrirla, entra un vaho seco y caliente, como si hubiéramos dirigido a nuestra cara un secador de pelo. Cinco pisos más abajo, entre los árboles y frente a la calle de tierra con bolsas plásticas esparcidas por doquier se sienta contra una pared de ladrillos una de estas señoras.
Al día siguiente, apenas llego a la redacción, Amal me anuncia que tiene una invitación para mí. Me lleva a tomar té con la señora de la esquina.
La señora se llama Zenab y viene de Darfur. A su alrededor se sientan tres hombres negros, del sur de Sudán. Dos visten chándal y zapatillas deportivas, pero uno lleva traje oscuro y zapatos negros. Se dirige a mí en inglés. Se llama Dafallah (me lo deletrea), y se queja de la discriminación, de que los del sur no consiguen trabajo en el norte. En 100 días habrá un referéndum en el sur, y el más grande país de África corre el riesgo de desmembrarse. En Jartum todo el mundo habla del referéndum de enero y del peligro de una nueva guerra civil, que ya se cobró dos millones y medio de vidas en los últimos tres lustros. Dafallah quiere la unidad y la paz, me dice, pero se siente excluido en la capital. Está desempleado, y pasa sus días sorbiendo té en el puesto callejero de la señora Zenab.
Le pregunto a Zenab, con Amal de traductora, sobre los ingredientes que se esparcen en su mesita de fórmica emplazada sobre un mantel de paja que cubre una caja de plástico que se alza a su vez sobre cuatro pilas de ladrillos. Me los va pasando, para que los pueda oler: las especies para el té incluyen el naná (unas hojas verdes), el kerkedé (unas flores rojas) y la girfa (endulzante, como azúcar moreno).
Zenab llegó de Darfur hace 20 años. Tiene cuatro hijos, el mayor de doce. Vino escapando de la guerra y la miseria y apenas puede sobrevivir en Jartum con su comercio móvil de té, relata sin drama, sin quejarse. Pero la policía la hostiga. La semana pasada le quitaron todo: los taburetes, la tetera y la cafetera, las especias…

“Creen que estas señoras están relacionadas con los movimientos armados en Darfur”, me explica Amal.
 “Si no puedo hacer esto, ¿de qué vivo?”, gesticula Zenab que les pregunta a los policías municipales. “¿De qué van a comer y vestirse mis hijos? Se volverán mendigos en la calle…” Los tres hombres del sur la escuchan en silencio.
Degusto mi té con naná y azúcar moreno. Fuerte, aromático, delicioso. Es cierto que para combatir el calor, nada mejor que beber caliente. Por un momento, el aire parece más fresco, mientras la infusión milenaria baja por la garganta y pone el calor circundante en perspectiva. 
Remolinos de censura, tormenta de arena y bailes nubios
Las columnas de Amal siempre van de lo que le pasa a la gente, de los desfavorecidos, de injusticias cotidianas. Sus textos comparten la última página de Al Jareeda con las del director al-Din, que son más políticas. O más obviamente políticas. Su columna de hoy comenta el pedido del gobierno de que las autoridades autonómicas del sur permitan que los diarios de allí publiquen opiniones a favor de la unión sudanesa en el referéndum. “Podría empezar el mismo gobierno dando el ejemplo con esto de la libertad de prensa”, me dice Awad, resumiendo el argumento de su director.
Lo único que entiendo en el diario son las fotos. Me fijo que durante varios días priman en la portada fotos internacionales: una manifestación de israelíes opuestos a las nuevas construcciones en los territorios ocupados a los palestinos; un mendigo en Nueva York, ejemplo de la pobreza y la crisis en el Primer Mundo; choques de manifestantes y policía en Barcelona, representación de las protestas sindicales en Europa.
“Tenemos una posición y un interés propio, pero debemos abrirnos al mundo”, me explica Awad. Algunas de las noticias en portada llegan al límite de lo permitido por la censura. El jueves 30, por ejemplo, aparece el cuerpo consumido, demacrado de un activista sudanés en huelga de hambre en Líbano.
“Esto no le va a gustar al gobierno”, dice Awad mientras da el visto bueno a sus diseñadores para que coloquen esa foto en la portada.
A lo largo de la semana visito las orillas del Nilo Azul, que viene de Etiopía, y el Nilo Blanco, que sube desde Uganda, y contemplo su unión en las afueras de Jartum, en lo que los sudaneses llaman el nacimiento del Nilo (unificado), en cierta forma el nacimiento de la civilización, de la cultura. De nosotros. En el Museo Nacional me adentro en templos trasplantados desde el norte, la tierra de los faraones. Los jeroglíficos de hace cuatro mil años son el antecedente del diario de Awad, y de todos los diarios del mundo.
Perdido en medio de un templo, Huda, la esposa de Awad, mi excelente guía, me levanta la vista hasta la línea del horizonte. Por abajo, creciendo, subiendo, el cielo se está volviendo rojizo. Es una tormenta de arena que pronto nos envuelve, se nos mete en la boca pastosa.
Entre jornada y jornada de trabajo en Al Jareeda, familiares, amigos y ayudantes de Awad me llevan a pasear por su ciudad mítica. Dos experiencias me acompañarán para siempre. La primera es entrar en una mezquita poco antes de la hora de la oración. Mi familia es judía, vivo en un país católico, pero nunca había experimentado tanta paz como en esta abovedada sala, ornamentada con versículos del Corán. Me invitan.
Pregunto dos veces. ¿Puedo entrar? Sí, me están invitando a entrar. Me quito los zapatos. Sobre la pesada alfombra, un hombre duerme la siesta, otro consulta su correo electrónico, cuatro o cinco grupos charlan, como en su casa. En otra mezquita, a la hora de la plegaria, ya desde la calle veo  acercarse al templo una tranquila multitud – hombres a un lado, mujeres por otro – entrando con talante serio, cumpliendo lo que percibo es para ellos una función tan natural del día como la comida o el sueño. Atardece, baja un poco la temperatura y entre la penumbra percibo las siluetas de los fieles, unos con ropa occidental, otros con blancas jilabas y zuecos de piel de serpiente, descalzándose y perdiéndose entre las columnas de la mezquita, mientras de los parlantes del minarete resuena el canto de llamado a la oración.
La segunda experiencia es un paseo por el enorme mercado tradicional de Omdurman, el más grande de Sudán y uno de los mayores de África. Bajo un calor seco recorremos a pie las callejuelas con la esposa y el cuñado de Awad. A cada lado se despliegan negocios de zapatos de cocodrilo, puestos de especies y curry, que ataca primero el olfato y luego la vista. Está la calle de los aires acondicionados, la del oro, la de las frutas y dátiles, la de los teléfonos móviles. Muy pocas mujeres llevan nihab, cobertura negra que deja una ranura para los ojos. La mayoría llevan largas túnicas, y las más jóvenes visten jeans y blusas y pañuelos en la cabeza.
Como Sudán es tan grande y tiene un pie en lo árabe y otro en el África negra, mucha gente me recuerda a los marroquíes o egipcios en sus facciones, y otros son como los que en España se llaman ‘subsaharianos’. Percibo una gran variedad de fisonomías y vestimentas. El único extraño soy yo. En todo el paseo no me cruzo con ningún otro blanco. Pero nadie me mira como un bicho raro. Soy yo el que voy caminando con los ojos como platos, viendo un mundo que había visto de una u otra manera en documentales y fotos, pero que cambia totalmente cuando te rodea, te circunda, te abraza.
Casi cada hora es un descubrimiento, y el último día lo corona todo una comida típica sudanesa en casa de Awad y su familia. Mientras los niños juegan con una consola de Play Station, dos mandos y un gran televisor de plasma a resolver partidos de la liga de fútbol española, en la mesa del comedor damos cuenta de los manjares: ensalada con kiwi, crema de berenjenas, revuelto de verduras con hígado de cordero, pescado rebozado y jugo de mango. Es un momento de paz familiar. Este mes Awad apenas ve a sus hijos: cuando se despierta ya se fueron al colegio y cuando vuelve ya duermen. Huda espera que este sacrificio por el recién nacido Al Jareeda no dure mucho más.  
El último día, el viernes, todos acuden a la redacción con ropas tradicionales: túnicas largas y coloridas las mujeres,  y los hombres jilabas y tagia, un gorrito cilíndrico y bordado con motivos geométricos. Le pido a Eyhab, el técnico informático, su elegante taglia, pero también se quita la jilaba por la cabeza, y me la coloca. Me tomo fotos, en las que salgo sonriente. Ahora, cuando las veo, me veo disfrazado, pero en ese momento, bajo la luz azulada del corazón de África, me sentía portador de un regalo.
El último con el que hablo en la redacción de Al Jareeda es el encargado de cultura, Haitham Ahmed El Tayeb. Haitham es de Nubia, en el norte de Sudán, las tierras fronterizas con Egipto. Tiene los ojos como carbones encendidos y la apostura de junco de un bailarín. Acaba de volver de hacer un reportaje sobre bailes tradicionales. Me muestra las fotos en su ordenador.
“Pero lo principal es el movimiento”, susurra, mientras abre los ojos como platos en un esfuerzo por buscar las palabras en inglés.
Y entonces se pone de pie, levanta los brazos y una pierna y desarrolla, para explicarme, una pausada y elegante danza nubia en medio de la sala de redacción.
En ese momento siento que lo entiendo, que lo entiendo todo perfectamente.


Mohamed Awad, Saad Al-Din y Roberto Herrscher celebran la colaboración entre el Master en Periodismo BCNY
y el nuevo diario independiente de Sudán.




Los diseñadores de Al Jareeda ultiman la edición del 1 de octubre. Como es viernes, día de oración, van vestidos a la usanza tradicional.





La columnista Amal Habani escribe en una de las salas de la redacción. El diario es nuevo y se va amueblando lentamente.




Awad Mohamed y Roberto Herrscher, vestido con jilaba (túnica) y taglia (sombrero), muestran un ejemplar del diario.




Roberto Herrscher, director del Master en Periodismo,
en una charla con la redacción del diario Al Jareeda.




En una calle de tierra justo bajo la ventana de la redacción de Al Jareeda, la señora Zenab vende té con especias a los transeúntes.